Me sorprende cómo, a través de los pliegues inadvertidos del tiempo, he transitado este intervalo temporal. Los minutos se desdoblan como si fueran horas abrumadoras, se despliegan con la lentitud de siglos encerrados en su propia dimensión. Los días adquieren una densidad aplastante, como si la mera idea de transformación se diluyera en el olvido, y los años, que bien podrían ser siglos arrastrados, se despliegan frente a mí como si fueran épocas enteras sumidas en un sopor inmutable.
La desidia ha abrazado mis anhelos, como si la ausencia de expectativas fuese un yugo ineludible. La espera, esa compañera de la vigilia humana, es la que sostiene nuestros anhelos, nuestros sueños, pero al mismo tiempo, es aquello que nos encadena. Sin ella, carecemos de motivos para desplazarnos en este vaivén de existencia. Inmovilidad, esa es la consigna. O mejor dicho, la contienda ante la nada.
No hay nada frente a mí, ni detrás. Ninguna fuerza impulsora que me empuje a romper este letargo. Todo conspira para atarme a esta quietud frente al vacío, una paradoja que me sumerge en un presente carente de experiencia, o quizás, desprovisto de la habilidad para asimilarlo. El presente, ese regalo fugaz, se convierte en un tesoro cuando lo paladeamos con fervor, se torna un don cuando se palpa con vehemencia, cuando lo vivimos en su efímera plenitud. Sin embargo, cuando se estira hacia el infinito, se desvanece su valor, se difumina su esencia, y lo que permanece se desdibuja en la penumbra de lo inerte.